miércoles, 8 de febrero de 2006

El regreso de Devon. Capítulo segundo (Dios sabe cuándo acabará esto)

La noche caía en una ciudad cualquiera. El callejón era oscuro. Tenía toda la pinta de un callejón de película de miedo. Paredes altas, luces juguetonas, cubos de basura, gatos nerviosos… toda la pinta. Sólo faltaba la sombra en la pared… ahí está! Reconocí enseguida a Devon, sólo por su sombra. Las manos me tiemblan… estoy nervioso. Siento las palpitaciones en las sienes. Seguiré caminando como si nada…
-¡Hola pequeño pigmeo!
-¡Dios! ¡Qué susto!... ¿qué quieres?
-Nada… bueno, sí…- silencio- vengo a por mi parte del negocio.
-¿Tu parte? Perdona pero el negocio es mío, no hay ninguna parte.
-Creo que no. Te he ayudado mucho.
-Jajajaja – Espero que no se note lo nervioso que estoy.- Es cierto… me ayudaste a barrer, poco más.
-Pigmeo hijodeputa… te presento a mis abogados. Los mejores de Molokai. Tengo 50 sentencias de cincuenta jueces distintos, de distintas nacionalidades; que te obligan a darme el 80% del negocio… tu mismo. Volveré en una semana. Nos vemos.
La sangre me nubla la vista. No puedo pensar. Mi cerebro esta colapsado. Se aleja. Flanqueado por sus abogados… no puedo articular palabra… pero… ¿qué es esto que me cuelga del pecho? Una semiautomática… 6 balas en el cargador…
Bang, bang, bang, bang, bang, bang…

De un salto se incorporó. Estaba empapado en sudor. Sólo había sido un sueño. Miró alrededor. Eran las paredes del apartamento de bajo coste en el que vivía desde hace un año. Desde que descubrió a Devon. Desde que se fue. El negocio había ido de mal en peor. Después del incidente del restaurante decidió olvidarlo todo, dedicarse a la cocina, que era lo que le gustaba. Él abrió el restaurante como cada mañana. La afluencia de público era menor que otros días, pero podía ser un altibajo. Al día siguiente ya no vino nadie. Al resto de restaurantes de la cadena le pasaba lo mismo. Nadie. Ni en Bangladesh, ni en Kuala Lumpur, ni en Rótterdam, ni en Santa Rosa de Osos, ni en Reyes ni en Hernando… nadie. Empezó a vender locales, hasta quedarse sólo con el de Molokai. Nada. Tuvo que venderlo. Le perseguían los acreedores. Tuvo en su puerta una palmera que le instaba a pagar. Vendió su casa, su coche… todo. No tenía más que tres pantalones, cuatro camisetas, una chaqueta y ropa interior. Nada. Ni música, ni televisión, ni siquiera una miserable cafetera.
Por fin consiguió encontrar un trabajo. Despellejador de Luokis* en un matadero de las afueras. Se instaló a vivir en unos apartamentos cochambrosos a cien metros del matadero. El olor era insoportable. Era la única renta que su sueldo le permitía pagar. Por fin había pagado todas sus deudas, pero estiraba el sueldo tanto que no le daba ni para ir al cine un fin de semana al mes. Seguía sin tener nada, pero por lo menos tampoco debía nada… a nadie.
Como todas las mañanas desayunaba poco y mal. Salía del apartamento. Saludaba a la vieja grosera que tenía por casera y ella le devolvía un gruñido. Sólo tenía que cruzar un puente. Un puente sobre un río que no llevaba más que heces y suciedad… poco o nada de agua. Un puente de setenta metros de altura. Un puente con unas barandillas de cuarenta centímetros… un puente ideal para saltar. Todos los días le pasaba por la cabeza esa idea, saltar, acabar con todo. Ni siquiera sabía porque no lo hacía. No tenia nada que perder… salvo un trabajo de mierda. Quizá un día…
Un día de invierno, no demasiado frío; claro que en los inviernos de Molokai la temperatura mínima eran veintiocho grados a la sombra. Llegó al matadero. Entró en los vestuarios y se cambió de ropa. Se puso ese mono blanco… que ya era gris y que olía a demonios, olieran como olieran los demonios. Era un olor que se te quedaba dentro. Podías alejarte mil millones de kilómetros del matadero que, una vez que lo hubieras olido, lo olías continuamente. Pero se acabó acostumbrando.
Se dirigía a su puesto de trabajo cuando el encargado le dijo que el jefe quería verlo… al terminar la jornada, por supuesto.
Pasó otro días más. Otras diez horas de trabajo nauseabundo y rutinario. Se duchó, aun sabiendo que nunca podría limpiarse de ese olor, y subió al despacho del jefe. El jefe era un seboso inglés llamado Fatter, que había inmigrado a Molokai por asuntos no demasiado claros. Se dice que le perseguían para matarle. Sudaba continuamente. También murmuraba continuamente, de manera que nunca sabías que estaba diciendo.
Hizo sentarse a Huo-Lue. Le expuso la situación. El matadero había sido comprado por una empresa de conservas. En unos días llegaría un comité para ver las instalaciones… y a la plantilla. Habría despidos… y muchos. A Fatter le caía bien Huo-Lue. Había comido muchas veces en su restaurante y así le ofreció el trabajo cuando lo cerró. Fatter tenía cierta preocupación en el rostro, no le miraba directamente a la cara y murmuraba más de lo habitual. Algo pasaba. Después de un largo e intenso silencio, por fin Fatter se decidió a hablar, y lo dijo sin tapujos.
-Estás despedido.- La cara de Huo-Lue era la de la desolación y la tristeza más absoluta.-Créeme -Continuó Fatter- Créeme que he hecho todo lo posible para que no fuera así, pero ha sido imposible. Me pidieron la lista de empleados antes de hacer la visita. Se la llevé, lógicamente. A un tipo que parecía el abogado del diablo… no me daba buen rollo… ya sabes. Le echó un vistazo y dijo “el primer despedido será Huo-Lue”. Y me invitó a irme. Lo siento, Huo… lo siento de veras.
-No pasa nada… - Quizá era la impresión… quizá la pesadumbre… pero no pudo ni siquiera enfadarse.- Pero no entiendo porque…
-No te preocupes, saldrás adelante. Pásate mañana a recoger tus cosas si quieres.
-Está bien… así lo haré.
Días después del incidente con Devon intentó hacer una vida normal. Pero pronto se dio cuenta de que poco servía. Era un pigmeo y por tanto creía en las maldiciones… y más si eran de un desactivador de almas. No había vuelta atrás. Nunca más daría su opinión, nunca más diría más que lo necesario.
Salió de la fábrica con la sensación de querer morir en ese instante. Llegó a la mitad del puente. Se detuvo. Miró el barranco que se abría ante él. Dudó. Volvió a dudar. Por su cabeza no pasaba absolutamente nada. No podía razonar. No podía pensar en nada. Sólo el vacío. Como el que se abría ante él. No entendía nada. siguió caminando. Llegó a su apartamento… esta vez el gruñido lo dio él. Se metió en la cama deseando despertar en otro tiempo, en otro espacio, lejos de allí.
Se volvió a despertar con el eco de las balas resonando en su cabeza. Nunca antes había tenido un sueño parecido, por qué entonces dos veces seguidas… ni idea.
Cabizbajo volvió a pasar por el puente… y volvió a detenerse en la mitad… a mirar el vacío. Cruzó las puertas de la fábrica con desdén… hasta que oyó una voz familiar… DEVON! Allí estaba, hablando con Fatter al pie de la cadena de despieza, entonces parada. Sus ojos como platos. Devon lo miró y sonrío.
-Hola Huo-Lue!
-¿Os conocéis?- Exclamó Fatter.
-No.- Dijo secante Huo-Lue. Y se fue hacia su taquilla.
-No me guardes rencor Huo, es lo que hay!
En la cabeza de Huo-Lue sólo una imagen: el puente, el vacío, el fin.
Entró en la taquilla. Recogió sus pocas pertenencias y salió por la puerta trasera… de camino hacia ninguna parte.



*Los Luokis son mamíferos del tamaño de un cerdo adulto. Su piel es extremadamente venenosa y desprende un hedor nauseabundo. En cambio, su carne es exquisita y sus ojos son un potente afrodisíaco.

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