martes, 20 de noviembre de 2007

Algo me iba diciendo por dentro que no merecías tenerme

A pesar de ser una ciudad demasiado grande, todo se reduce muchísimo a una parcela jodidamente pequeña... Todo se parece, todo suena. Aquí ya he estado. Y siempre esa sensación de estar de más, de no encajar... Y por pedir dos de azúcar en el café me dicen catalán, pero es que la vida ya es bastante amarga. Lo que más me gusta de Barna es, sin lugar a dudas, mi gente, que no la gente, que es muy distinto. Aunque no sea correcto usar el posesivo, el término "mi gente" hace alusión a las personas que me rodean, conocen, interactúan, ya sea habitualmente como puntualmente. Y una en especial, of course. La ciudad en sí... Pues que queréis que os diga... Sí, bueno, tiene de todo... Pero no siempre se necesita todo, a veces, con lo mínimo sobra. De todas formas esto es un poco hablar por hablar, resulta que no conozco nada la ciudad. Bueno, algo si: Marina. Es donde iba/voy de fiesta, es donde iba a ver el fútbol y es donde mejor me lo paso, ¿para qué más? Eso decía yo. Pero resulta que un día tienes pareja. No la vas a llevar a ver el fútbol... Sobretodo cuando no le gusta. Resulta que empiezas a quedar por las tardes... Antes iba a un centro comercial a beber café, o birras, según se terciara. Pero claro, ahora tienes pareja, no es plan de ser monótono. Así que cuando toca decidir... Nos peleamos por ver a quién le toca, es muy gracioso. Yo que soy capaz de estar toda una santa tarde sentado en un bordillo... Pero no es demasiado romántico, desde luego. Bueno, a lo que iba, que me desvío: esta ciudad. Demasiadas cosas, demasiados sitios, sí; pero muy pocos bares decentes. Los hay caros, incómodos, llenos, vacíos, pijos, sucios... Y alguno decente... Pero suele ser también caro... Bueno, en esta ciudad todo es caro. Excesivamente caro. Y salir...
Salir es carísimo. Excesivamente carísimo. Es pisar la calle y escuchar ¡ding, ding! En cuanto pones un pie en la acera, ya estás gastando dinero. Y no hablemos salir de fiesta. Las hay de 30€ llegando a casa a las cuatro. Sin borrachera si quiera. Las hay por el mismo precio pero con borrachera de regalo. Las hay de resacas imposibles por menos dinero… y hasta por más. La media se sitúa en cincuenta. Últimamente con algo menos, y es que aprovechamos lo que sea. Esta ciudad es sangrante. Vives para gastar, gastas para vivir. Suplicando al dios dinero que sea justo. Cualquier menú diario no baja de los ocho euros, los poquísimos que bajan. ¡Yo comía por cuatro y poco! Las copas… bueno, las copas ya es lo más… afortunadamente todavía queda cerveza. Que también es cara, pero bueno, hay que buscar el sitio adecuado. La vida nos da según qué dos por uno y así. Luego está lo del altruismo… pero eso es problema mío, y no vuestro.
De repente te cobran uno veinte por un cortado. Y echas cuentas. Son doscientas pesetas. Definitivamente, el euro nos ha hecho más daño que otra cosa. Espero que los sueldos vayan al mismo ritmo. Es curioso, el que trabaja quiere dejar de hacerlo y el que no trabaja está loco por hacerlo. Y generalmente se trabaja por dinero. Muy pocas veces por superación personal o cosas de esas. Generalmente todo el mundo es materialista… aunque lo nieguen. Yo pienso que es mejor ser pragmático a materialista. Da mucha más libertad. El caso es que uno recibe un sueldo para poder gastárselo. Es extraño. Y se lo gasta, generalmente en acumular cosas o experiencias. Yo prefiero un disco. Aunque la experiencia de una juerga nunca es desdeñable.
El caso es que he empezado hablando de esta ciudad… bueno, de la ciudad pegada a mi ciudad. Mi ciudad… bueno, no está mal del todo. Hay quien dice que es un suburbio. No les falta razón. Y que es peligrosa. En algunos barrios seguro que sí. Y depende a qué horas seguro que también. El centro y el norte no están mal. Yo vivo en el sur. Pero bueno. A nadie le preguntan. De repente estás ahí. Es cuestión de saber adaptarse.

“Te dicen que eres libre, que tienes poder
pero en verdad es mentira, una ilusión más que perder
Te dicen lábrate un futuro, no es complicado
pero no cuentan historias de borrachos arruinados
Que la suerte no castiga al que se esmera dicen FP o carrera
pero nada de la mierda que te espera
dicen normal será que te utilicen, por un sueldo te ridiculicen”
Información planta calle, Violadores Del Verso.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Vuelve ese odio viejo (24/7)

Voy a liberar versos presos, Voy a liderar el congreso del beso a la musa
Otra vez la apatía y la desgana vuelven a por mí. No consigo zafarme de ellas. Corren bastante más que yo. Ya da igual si es un día soleado o no. Me sorprendo distraído, ausente. Y ante la más que predecible pregunta sólo sé responder: no lo sé. Y es cierto. No sabría dar una respuesta. Ni convincente, ni aproximada, ni mucho menos certera. Y de repente todo parece ser la causa. Un pensamiento tras otro, un nuevo posible cada vez. Todo y nada es la causa y solución. Incluso el mal podría ser la causa... Pero desde luego es la mejor solución, así que me drogo. Y otro día más sin intentar dejarlo. Por lo menos dejo de pensar. O a lo mejor pienso que la apatía está justificada y no hace falta que le busque más solución. El problema es cuando al día siguiente vuelve otra vez. Y ya no está justificada, y vuelvo a pensar. Y vuelvo a necesitar que el mal me invada. Y la pescadilla se vuelve a morder la cola. Y me resulta imposible superar la apatía o dejar el mal. Porque son uno. Porque somos uno, los tres. Porque, a lo mejor, somos indivisibles. Formamos una simbiosis perfectamente imperfecta. ¿Y si es esta ciudad? ¿Y si es el trabajo? ¿Y si es esta vida? ¿Y si soy yo? Ni este país ni este mundo no están hechos para mí No encajo aquí me he de morir o he de seguir así. Si soy yo, tengo un problema, no puedo dejar de ser yo. Y soy yo, no cabe duda. Todo está dentro de mi cabeza. Problema y solución. El problema es que mi cabeza no es algo fácil de entender. A lo mejor es que es lunes.
A veces pienso que nunca debí irme. A veces, que nunca debí volver. Que hay cosas que sólo me pasan a mí. Que la vida es mucho más complicada de lo que parecía. Que sólo quiero vivir pensando en mí. Trabajar, dormir, trabajar. Y el fin de semana dedicárselo a quien lo merezca, pero no a mí. Que paso de fronteras, estados, empresas, burócratas, funcionarios, y demás ralea. Que no quiero saber que coño es el TAE, ni el IBEX35, ni cuanto vale el dinero, porque sé muy bien que el dinero no vale nada, ni siquiera el papel con el que está impreso. Que si pudiera viviría sin trabajar. Trabajaría sin cobrar. Que siempre todo está dentro de mi cabeza. Que siempre la misma pregunta: qué me pasa. Y siempre la misma respuesta. Que a veces estoy de psicólogo y a veces de psiquiatra. Que a veces no sé si tirarme a la vía. A veces nacer y a veces ganas de acabar con tó. A veces me drogaría hasta no saber quien soy ni para que sirvo. Es un hecho que me pasaría el día drogado, porque no me hace falta tener conciencia de lo que me rodea. A veces lloraría hasta quedarme seco... Pero no me sale. Igual ya no quedan lágrimas. A veces nada tiene sentido. Muchas veces mi vida no tiene sentido. A veces vivo por no dejar de hacerlo. Porque no me dejan hacerlo. A veces me quedaría en casa para siempre. A veces trabajaría de mamporrero hasta acabar molido y sin ganas de nada. A veces gritaría hasta quedarme afónico. A veces me daría de cabezazos contra las paredes hasta que las tirara... O se me abriera la cabeza. A veces no. Siempre es no. A veces me hundo. A veces no quiero salir a flote. No me apetece. No sé lo que quiero. A veces no sé si te quiero. Y me duele. Y ya no es lunes... Es martes.
Y si estoy inspirado es por que me drogo. Y si me drogo que por qué me drogo. Y si me drogo es para inspirarme. Y para evadirme. Y para no pensar. Y para reírme. Y para buscarme. Y para encontrarme bien. Y para pensar. Y para llegar al jueves.
Y de repente Ballantine’s aparta las nubes y abre de nuevo el cielo. Y una voz me susurra al oído que ha salido el sol. Y que tiene pensado quedarse mañana también. Y yo adoro al sol. Aunque amanezca hundido en el lodo, tu voz me promete que todo cambiará. Ya me da igual la burocracia. Ya sé que me vas a sonreír. Y si tu sonríes, a mi me da la envidia y tengo que sonreír. Y por un momento me da igual ser cursi, porque el sol brilla en el cielo y ciega a los hombres. Yo, los viernes, llevo gafas de sol.

“Incluso en mis horas más bajas, siento las palabras burbujeando dentro de mí. No como algo valioso, si no como algo necesario. Tengo que volcarlas sobre el papel, o se apodera de mi algo peor que la muerte. Cuando empiezo a dudar de mi capacidad para trabajar con palabras, sencillamente leo a otro escritor y entonces sé que no tengo de qué preocuparme. Compito solamente contra mi mismo.”
Uno (intro), Flowklorikos.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Juez y verdugo. Capítulo quinto. (Ya llegó, al fin, el fin)

Incluso años después no volvió a ver ningún otro asceta. Huo se preguntaba por qué. Todas las noches le daba vueltas a la conversación con el viejo asceta. A veces levantaba la vista al horizonte. Buscando. Se preguntaba qué había dicho al irse, aquel día de hacía ya tanto tiempo. Un día, bebiendo de un charco le pareció oír unas voces. Se levantó de un salto y corrió hasta una duna. Sólo había arena. Aquello le hizo pensar. Hacía un tiempo se sentía diferente. No sólo más ágil y con más apetito. Se sentía inquieto. Dormía menos. ¡Tenía metas! Se sentó en la duna. Se sentía contrariado. No sabía cómo enfocarlo. Por un lado tener metas implicaba un estado de ánimo cercano a lo que había sentido tiempo atrás. Pero sabía que cuando todo pintaba bien… acababa por tener que huir. Pensándolo bien, buscar ascetas no era una meta demasiado atractiva. Aunque sentía curiosidad por su repentina desaparición. Decidió no darle más vueltas. Decidió abandonar antes de huir.
De repente, no demasiado lejos, le pareció divisar una figura tambaleándose. Corrió lo más rápido que pudo. Parecía un asceta. Se acercó a levantarlo. Le miró a los ojos. ¿Era Devon? No podía ser. Le limpió la cara con un trozo de tela. ¡Era Devon! El mundo se le vino encima. Estaba débil. Moribundo. Y su tienda no estaba demasiado lejos. Una sensación atroz de angustia le atenazó el estómago. La cabeza le daba vueltas. Intentaba calmarse, respirar hondo. Miró a Devon. De pie, ante el, sonriendo.
- Decide rápido… ¡o muere!
¡BANG!

Todavía le dolía el estómago. Y las piernas. Y las sienes. Pero sólo había sido un sueño. ¿Sería de nuevo un mal presagio? Estaba seguro de que sí. El resto de días pasaron sin más. A la espera de su llegada. De la siguiente huída. Miraba su tienda. Ya no tenía nada que recoger o vender. Ya no tenía nada. Los años pasaban. Ahora ya no sólo esperaba la llegada de Devon, si no su muerte. Le parecía haber vivido miles de años. Se sentía en plenas facultades físicas y mentales. Aunque eso último era difícil de asegurar. Se preguntaba si sabría hablar… si todavía no se le había olvidado. Desde que hablara con el asceta no había vuelto a pronunciar palabra. Era ya demasiado tiempo. Una mañana, al levantarse, dijo en voz muy clara, pero con gran desánimo:
- Sigo vivo.
- ¡Eso me alegra!
Huo dio tal salto que desmontó la tienda y todo se vino abajo. Cuando, después de varias vueltas, pudo deshacerse de la tela que le había servido de hogar; vio delante de él, mirándolo desde detrás de unas grandes gafas de sol, a un hombre que le pareció gigantesco. El hombre vestía uniforme de camuflaje y lucía un peinado que hacía presuponer su profesión.
- Señor Huo-Lue, supongo.
- Ssssssiii – Logró articular. El presunto militar sacó su arma reglamentaria y apuntándole dijo:
- Es usted requerido por el juez superior.- Huo no pudo articular palabra.
- Está usted acusado de negación de socorro a un moribundo.
- ¿Cómo? Eso fue un sueño… - Dijo pensativo.
- ¿Un sueño? Señor, le ruego que ponga las manos en la nuca y no oponga resistencia. – Eso hizo Huo. No obstante le estaban apuntando con un arma de fuego.
Lo montaron en un enorme helicóptero. Aunque todo le parecía grande. Durante el vuelo le leyeron sus derechos. No hizo demasiado caso. Sopesaba la posibilidad de lanzarse al vacío. O de que le dispararan. Aterrizaron en un alto edificio de alguna gran ciudad. Seguía esposado. Le empujaron al fondo de una oscura celda y alguien a su espalda comentó: “No creo que quiera llamar a nadie”. A nadie podía llamar. Se sentó a esperar que pasara algo. Se quedó dormido. A la mañana siguiente, cuando despertó, nada le había parecido un sueño. Y cuando abrió los ojos descubrió que no lo había sido. Al pie de su catre había un cuenco con algo de lo que parecía leche y un trozo de pan. Se lo comió sin saber muy bien por qué. Permanecía sentado en el catre, esperando. Un día llegó un hombre delgado, parecía mal nutrido y enfermizo.
- Soy su abogado. – dijo con una voz grave que no parecía haber salido de su apático cuerpo. – tenemos que hablar. El juicio será dentro de unos días. – Huo asintió sin más.
- Reláteme lo ocurrido.
- Llegó un militar, me apuntó y me esposó. Y ahora estoy aquí. – El abogado carraspeó.
- Antes de la detención. Lo del moribundo.
- Fue un sueño.
- ¿Cómo que un sueño? Hay al menos cinco testigos de los hechos.
- ¿De verdad es usted mi abogado?
- Claro. Qué preguntas. He sido asignado de oficio, dado que no cuenta usted con letrado.
- Ah, claro. – dijo con desgana Huo.
- Bien. Repasemos. Usted vio al moribundo, se acercó y una vez que lo había levantado, lo dejó caer y siguió su camino. ¿Qué pasó para que le soltara y se fuera?
- En mi sueño, el moribundo tenía una pistola y me disparó.
- Claro, eso explica por qué no está usted muerto, porque fue un sueño.
- Claro.
- Bien. Pero en la vida real, usted le negó el auxilio a un moribundo.
- No.
- Si no coopera no podré defenderle. – Huo no contestó. - Está bien, nos veremos en el jucio.
Huo se tumbó en el catre. Ya no sabía si estaba loco o cuerdo. A lo mejor si que estaba loco. Y que el sueño no fue un sueño. Y que hubo un moribundo. Quizás fue el sol. No. No es posible. Estaba perfectamente cuerdo. Era consciente de todo. Distinguía perfectamente el sueño de la realidad. No era culpable. El único asceta con el que había hablado era el anciano del té. No era posible. No estaba loco.
Llegó el día del juicio. Vinieron a buscarle cuando ya llevaba un buen rato despierto. Le lavaron y le pusieron una ropa que supuestamente debía ser elegante, pero que le quedaba grande.
El juez era anormalmente gordo y parecía tener dificultades para respirar normalmente. El jurado: seres sin rostro. Eran personas, de eso seguro. Pero se parecían tanto unas a otras que el grupo las difuminaba. El fiscal: un hombre alto, moreno, bien parecido. Y el denunciante: un haraposo mendigo. Huo se quedó largo rato mirándolo, sin prestar atención a lo que se iba sucediendo. Había algo que no encajaba. Era un asceta. Y todos se parecen unos a otros. No tienen demasiados rasgos que los diferencien. Aun así, no parecía Devon. Por un momento dudó de si no estaría de nuevo soñando. Pero un golpe del mazo del juez lo sacó de su duda.
- Señor Lue, ¿podría prestar atención?
- Si… - Susurró.
En realidad no prestó demasiada atención. El fiscal argumentó la acusación y el abogado defensor protestó tímidamente. Se fueron sucediendo los testigos. El ambiente de la sala estaba cargado. Y después de cinco haraposos ascetas, también enrarecido. Algo no iba bien del todo. Algo fallaba. De repente, hubo un descanso. Huo se reunió con su abogado. Empezó a hablar muy calmado, muy despacio, marcando las palabras. Pero las palabras no parecían tener demasiado sentido, o no acababa de entenderlas. Salió más mareado de lo que había entrado. Entraron en la sala. Se reanudó el juicio.
- Alegamos enajenación mental, señoría.
Esa frase sacó a Huo de su ensoñación.
- Está despedido – Le dijo a su abogado, ante el asombro de toda la sala.
- Señor Huo-Lue, eso es altamente irregular.
- Lo sé señoría, y lo siento. Pero soy inocente. No le he negado el auxilio a ningún asceta, lo prometo. Yo no soy así, señoría… yo… yo…
Miró al agente que tenía a su izquierda, se arrodilló ante el y le dijo:
-Mátame. Dispárame. Por favor…
Todo se sucedió extrañamente rápido. La inmovilización de Huo, su asignación de un nuevo abogado de guardia, su veredicto y su sentencia. Culpable. Cadena perpetua. De vuelta a la celda. Toda la vida en la cárcel. ¿Habría alguna diferencia con el desierto? Quizás la falta de libertad. Se sentó en el catre. Al cabo de un rato, se abrió la puerta que daba a su celda. Entró una sombra alargada. Pudo distinguir la silueta de un harapiento asceta. Cuando el harapiento entró en la luz, entonces, pudo distinguir al asceta que le había acusado de negarle el auxilio. Se acercó silencioso a la celda de Huo y puso la cara entre los barrotes. Huo seguía sentado.
- ¿No crees estar loco?
- No.
- La sabiduría es, a veces, la cura de la locura.
- ¿Me ofrece consejo?
- Claro, hermano.
- ¿Qué sabe usted de los desactivadores de almas?
- Mmmm… hacía muchos años que no oía mentar a esos seres… ¿Qué quieres saber?
- Cómo acabar con ellos.
- Mmmm… no se puede acabar con ellos.
- ¿No? Yo creo que crean algún tipo de vínculo con su víctima. Que se nutren de su energía vital. Que necesitan que su víctima siga viva. – En ese momento el anciano asceta ya no era tal, era Devon.
- Vaya, así que crees haber encontrado la forma de acabar conmigo. – Huo sonreía. – Pero dime, ¿qué harás?
– El viejo asceta del té, ¿eras tu?
- ¿Viejo asceta del té?, creo que deberías haber alegado enajenación.
Sin mediar palabra, de la sonrisa de Huo apareció una cuchilla. La cara de Devon se tornó en un gesto atónito.
- ¿Qué piensas hacer con eso? – Huo seguía sonriendo.
Sin mediar palabra, acercó sus manos a su boca y, con un rápido giro de cuello, hizo un corte profundo en sus muñecas. La cara de Devon era el fiel reflejo del pánico.
- ¡Nooooo! ¡Noooo! ¡Guardias! ¡Está loco!
Se mareó y le pareció que perdía el sentido. Que era el fin. Oyó unos ruidos. Puertas, golpes, gritos. Y una voz muy clara al oído:
- Tranquilo, haremos todo lo posible para que salgas de esta. - Un escalofrío recorrió su cuerpo, no, no lo hagáis, pero su voz era solo un susurro, y todo se volvió oscuro de repente.

A la mañana siguiente, en algún periódico, se podía leer una noticia: “Pigmeo se suicida en la cárcel cortándose las venas y su mejor amigo se ahorca con un cinturón al no poder impedirlo”

domingo, 4 de noviembre de 2007

Parábola del desierto. Capítulo cuarto. (Introducción al fin)

¿Cómo he podido llegar a esta situación? ¿Cómo he acabado de rodillas en el suelo pidiéndole a un tipo que me dispare? Repasemos: de algún modo, durante el juicio, consiguieron convencerme de que era culpable. Mi abogado alegó enajenación mental. Despedí a mi abogado. Sólo se pide enajenación cuando se es culpable y no se puede salir airoso.
Era una mañana más, en un día más, en un mes más, en un año más. ¿Cuánto hacía ya de la última huída? Había sido lo más difícil que había hecho nunca. En Molokai dejaba amigos, pero ninguno como la que dejó en Siberia. Hacía mucho que había conseguido no pensar en ella, que no olvidarla. Nunca la olvidaría. Se había torturado pensando si le habría pasado algo. No se lo perdonaría nunca. Pero era demasiado arriesgado cualquier intento por contactar con ella. Era una angustia constante. Durante años no pudo dormir tranquilo. Aunque estaba acostumbrado. Llevaba ya demasiado tiempo así. Nunca lo superaría. Ya ni siquiera trabajaba. Ya sólo sobrevivía. Claro que en el desierto del Gobi no había mucho que hacer. Al principio solo vagaba por el desierto en busca de algún hurón despistado o una gacela moribunda. Ya no tenía fuerzas para volver a empezar nada. Se hizo, con una tela que encontró un día, una pequeña tienda para no morir congelado o abrasado. Aunque pensaba que morir sería una buena solución, quizás la mejor. Arrastraba los pies al andar, con la cabeza gacha, él, que un día fue uno de los hombres más poderosos de su querido Molokai. Ahora ya nada tenía sentido para él, desde hacía mucho tiempo. No le importaba beber de los charcos que encontraba. Ni que el sol se pusiera dos veces al día. Ni que los vientos movieran las dunas. No sabía porqué siempre acababa encontrando su precaria vivienda. A veces, algún peregrino le pedía algo para comer o alguna limosna. Se lo quedaba mirando, con la vista perdida y la mirada vacía durante varios segundos. Hasta que el asceta decidía marcharse, visto lo infructuoso de su demanda. Huo seguía con la vista fija en la arena, hasta que algún golpe de viento le sacaba de su ensimismamiento, y seguía vagando. Todos los días eran iguales, todas las semanas. Ya no sabía cuánto hacía que vagaba por el desierto. No tenía noción del tiempo. De hecho, le daba igual el paso del tiempo. Le era tan indiferente como los ascetas del desierto.
Un día llegó un asceta a su tienda. Le despertó de una de sus muchas siestas. Era un asceta como tantos otros: polvoriento, canoso, desaliñado y vestido con harapos. Igual que él.
- Hermano - le dijo el asceta - como veo que no dispones de un mero cazo en el que preparar un té, me he tomado la libertad de prepararlo en un cuenco que encontré ayer, está al fuego, en la puerta.
- Yo no soy tu hermano... Aunque agradezco tu ofrecimiento. Pero, como bien dices, no dispongo de nada con lo que compensar tu amabilidad.
- No es necesario. Me daré por satisfecho si compartes té y conversación con este viejo.
- Está bien, anciano, compartiremos té y cháchara.
- Me alegro.
Así, se sentaron alrededor del fuego que el viejo había preparado y tomaron un té aguado. Hacía mucho que Huo no tomaba té, aunque fuera aguado; ni hablaba con alguien. Por un momento pensó que no le saldrían las palabras, que se le habrían olvidado.
- Quizás pueda ayudarte con ese dolor.
- A mi no me duele nada, viejo, no sé de que me habla.
- De un dolor que se siente dentro. Que no sangra ni supura, que no cicatriza.
- Y si no cicatriza, ¿con cuál de sus ungüentos pretende sanarme?
- Con la sabiduría.
- No hay consejo para un muerto.
- A todos nos llegará, no quieras adelantar acontecimientos.
- Usted es sabio, porque se sabe sabio. Yo estoy muerto, porque me siento muerto.
- Un hombre muere en vida cuando no hay objetivo que persiga, ¿cuál es tu objetivo en esta vida?
Huo-Lue no sabía qué responder. Se quedó pensando, con la mirada perdida. Hacía tiempo que se había olvidado de plantearse objetivos, metas.
- Mi vida, anciano, carece de objetivo y de meta.El anciano se levantó lentamente, ante la mirada de Huo. Recogió su cazo y apagó el fuego. Mirando a Huo musitó una oración y se marchó despacio y en silencio, como había llegado.
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