lunes, 5 de noviembre de 2007

Juez y verdugo. Capítulo quinto. (Ya llegó, al fin, el fin)

Incluso años después no volvió a ver ningún otro asceta. Huo se preguntaba por qué. Todas las noches le daba vueltas a la conversación con el viejo asceta. A veces levantaba la vista al horizonte. Buscando. Se preguntaba qué había dicho al irse, aquel día de hacía ya tanto tiempo. Un día, bebiendo de un charco le pareció oír unas voces. Se levantó de un salto y corrió hasta una duna. Sólo había arena. Aquello le hizo pensar. Hacía un tiempo se sentía diferente. No sólo más ágil y con más apetito. Se sentía inquieto. Dormía menos. ¡Tenía metas! Se sentó en la duna. Se sentía contrariado. No sabía cómo enfocarlo. Por un lado tener metas implicaba un estado de ánimo cercano a lo que había sentido tiempo atrás. Pero sabía que cuando todo pintaba bien… acababa por tener que huir. Pensándolo bien, buscar ascetas no era una meta demasiado atractiva. Aunque sentía curiosidad por su repentina desaparición. Decidió no darle más vueltas. Decidió abandonar antes de huir.
De repente, no demasiado lejos, le pareció divisar una figura tambaleándose. Corrió lo más rápido que pudo. Parecía un asceta. Se acercó a levantarlo. Le miró a los ojos. ¿Era Devon? No podía ser. Le limpió la cara con un trozo de tela. ¡Era Devon! El mundo se le vino encima. Estaba débil. Moribundo. Y su tienda no estaba demasiado lejos. Una sensación atroz de angustia le atenazó el estómago. La cabeza le daba vueltas. Intentaba calmarse, respirar hondo. Miró a Devon. De pie, ante el, sonriendo.
- Decide rápido… ¡o muere!
¡BANG!

Todavía le dolía el estómago. Y las piernas. Y las sienes. Pero sólo había sido un sueño. ¿Sería de nuevo un mal presagio? Estaba seguro de que sí. El resto de días pasaron sin más. A la espera de su llegada. De la siguiente huída. Miraba su tienda. Ya no tenía nada que recoger o vender. Ya no tenía nada. Los años pasaban. Ahora ya no sólo esperaba la llegada de Devon, si no su muerte. Le parecía haber vivido miles de años. Se sentía en plenas facultades físicas y mentales. Aunque eso último era difícil de asegurar. Se preguntaba si sabría hablar… si todavía no se le había olvidado. Desde que hablara con el asceta no había vuelto a pronunciar palabra. Era ya demasiado tiempo. Una mañana, al levantarse, dijo en voz muy clara, pero con gran desánimo:
- Sigo vivo.
- ¡Eso me alegra!
Huo dio tal salto que desmontó la tienda y todo se vino abajo. Cuando, después de varias vueltas, pudo deshacerse de la tela que le había servido de hogar; vio delante de él, mirándolo desde detrás de unas grandes gafas de sol, a un hombre que le pareció gigantesco. El hombre vestía uniforme de camuflaje y lucía un peinado que hacía presuponer su profesión.
- Señor Huo-Lue, supongo.
- Ssssssiii – Logró articular. El presunto militar sacó su arma reglamentaria y apuntándole dijo:
- Es usted requerido por el juez superior.- Huo no pudo articular palabra.
- Está usted acusado de negación de socorro a un moribundo.
- ¿Cómo? Eso fue un sueño… - Dijo pensativo.
- ¿Un sueño? Señor, le ruego que ponga las manos en la nuca y no oponga resistencia. – Eso hizo Huo. No obstante le estaban apuntando con un arma de fuego.
Lo montaron en un enorme helicóptero. Aunque todo le parecía grande. Durante el vuelo le leyeron sus derechos. No hizo demasiado caso. Sopesaba la posibilidad de lanzarse al vacío. O de que le dispararan. Aterrizaron en un alto edificio de alguna gran ciudad. Seguía esposado. Le empujaron al fondo de una oscura celda y alguien a su espalda comentó: “No creo que quiera llamar a nadie”. A nadie podía llamar. Se sentó a esperar que pasara algo. Se quedó dormido. A la mañana siguiente, cuando despertó, nada le había parecido un sueño. Y cuando abrió los ojos descubrió que no lo había sido. Al pie de su catre había un cuenco con algo de lo que parecía leche y un trozo de pan. Se lo comió sin saber muy bien por qué. Permanecía sentado en el catre, esperando. Un día llegó un hombre delgado, parecía mal nutrido y enfermizo.
- Soy su abogado. – dijo con una voz grave que no parecía haber salido de su apático cuerpo. – tenemos que hablar. El juicio será dentro de unos días. – Huo asintió sin más.
- Reláteme lo ocurrido.
- Llegó un militar, me apuntó y me esposó. Y ahora estoy aquí. – El abogado carraspeó.
- Antes de la detención. Lo del moribundo.
- Fue un sueño.
- ¿Cómo que un sueño? Hay al menos cinco testigos de los hechos.
- ¿De verdad es usted mi abogado?
- Claro. Qué preguntas. He sido asignado de oficio, dado que no cuenta usted con letrado.
- Ah, claro. – dijo con desgana Huo.
- Bien. Repasemos. Usted vio al moribundo, se acercó y una vez que lo había levantado, lo dejó caer y siguió su camino. ¿Qué pasó para que le soltara y se fuera?
- En mi sueño, el moribundo tenía una pistola y me disparó.
- Claro, eso explica por qué no está usted muerto, porque fue un sueño.
- Claro.
- Bien. Pero en la vida real, usted le negó el auxilio a un moribundo.
- No.
- Si no coopera no podré defenderle. – Huo no contestó. - Está bien, nos veremos en el jucio.
Huo se tumbó en el catre. Ya no sabía si estaba loco o cuerdo. A lo mejor si que estaba loco. Y que el sueño no fue un sueño. Y que hubo un moribundo. Quizás fue el sol. No. No es posible. Estaba perfectamente cuerdo. Era consciente de todo. Distinguía perfectamente el sueño de la realidad. No era culpable. El único asceta con el que había hablado era el anciano del té. No era posible. No estaba loco.
Llegó el día del juicio. Vinieron a buscarle cuando ya llevaba un buen rato despierto. Le lavaron y le pusieron una ropa que supuestamente debía ser elegante, pero que le quedaba grande.
El juez era anormalmente gordo y parecía tener dificultades para respirar normalmente. El jurado: seres sin rostro. Eran personas, de eso seguro. Pero se parecían tanto unas a otras que el grupo las difuminaba. El fiscal: un hombre alto, moreno, bien parecido. Y el denunciante: un haraposo mendigo. Huo se quedó largo rato mirándolo, sin prestar atención a lo que se iba sucediendo. Había algo que no encajaba. Era un asceta. Y todos se parecen unos a otros. No tienen demasiados rasgos que los diferencien. Aun así, no parecía Devon. Por un momento dudó de si no estaría de nuevo soñando. Pero un golpe del mazo del juez lo sacó de su duda.
- Señor Lue, ¿podría prestar atención?
- Si… - Susurró.
En realidad no prestó demasiada atención. El fiscal argumentó la acusación y el abogado defensor protestó tímidamente. Se fueron sucediendo los testigos. El ambiente de la sala estaba cargado. Y después de cinco haraposos ascetas, también enrarecido. Algo no iba bien del todo. Algo fallaba. De repente, hubo un descanso. Huo se reunió con su abogado. Empezó a hablar muy calmado, muy despacio, marcando las palabras. Pero las palabras no parecían tener demasiado sentido, o no acababa de entenderlas. Salió más mareado de lo que había entrado. Entraron en la sala. Se reanudó el juicio.
- Alegamos enajenación mental, señoría.
Esa frase sacó a Huo de su ensoñación.
- Está despedido – Le dijo a su abogado, ante el asombro de toda la sala.
- Señor Huo-Lue, eso es altamente irregular.
- Lo sé señoría, y lo siento. Pero soy inocente. No le he negado el auxilio a ningún asceta, lo prometo. Yo no soy así, señoría… yo… yo…
Miró al agente que tenía a su izquierda, se arrodilló ante el y le dijo:
-Mátame. Dispárame. Por favor…
Todo se sucedió extrañamente rápido. La inmovilización de Huo, su asignación de un nuevo abogado de guardia, su veredicto y su sentencia. Culpable. Cadena perpetua. De vuelta a la celda. Toda la vida en la cárcel. ¿Habría alguna diferencia con el desierto? Quizás la falta de libertad. Se sentó en el catre. Al cabo de un rato, se abrió la puerta que daba a su celda. Entró una sombra alargada. Pudo distinguir la silueta de un harapiento asceta. Cuando el harapiento entró en la luz, entonces, pudo distinguir al asceta que le había acusado de negarle el auxilio. Se acercó silencioso a la celda de Huo y puso la cara entre los barrotes. Huo seguía sentado.
- ¿No crees estar loco?
- No.
- La sabiduría es, a veces, la cura de la locura.
- ¿Me ofrece consejo?
- Claro, hermano.
- ¿Qué sabe usted de los desactivadores de almas?
- Mmmm… hacía muchos años que no oía mentar a esos seres… ¿Qué quieres saber?
- Cómo acabar con ellos.
- Mmmm… no se puede acabar con ellos.
- ¿No? Yo creo que crean algún tipo de vínculo con su víctima. Que se nutren de su energía vital. Que necesitan que su víctima siga viva. – En ese momento el anciano asceta ya no era tal, era Devon.
- Vaya, así que crees haber encontrado la forma de acabar conmigo. – Huo sonreía. – Pero dime, ¿qué harás?
– El viejo asceta del té, ¿eras tu?
- ¿Viejo asceta del té?, creo que deberías haber alegado enajenación.
Sin mediar palabra, de la sonrisa de Huo apareció una cuchilla. La cara de Devon se tornó en un gesto atónito.
- ¿Qué piensas hacer con eso? – Huo seguía sonriendo.
Sin mediar palabra, acercó sus manos a su boca y, con un rápido giro de cuello, hizo un corte profundo en sus muñecas. La cara de Devon era el fiel reflejo del pánico.
- ¡Nooooo! ¡Noooo! ¡Guardias! ¡Está loco!
Se mareó y le pareció que perdía el sentido. Que era el fin. Oyó unos ruidos. Puertas, golpes, gritos. Y una voz muy clara al oído:
- Tranquilo, haremos todo lo posible para que salgas de esta. - Un escalofrío recorrió su cuerpo, no, no lo hagáis, pero su voz era solo un susurro, y todo se volvió oscuro de repente.

A la mañana siguiente, en algún periódico, se podía leer una noticia: “Pigmeo se suicida en la cárcel cortándose las venas y su mejor amigo se ahorca con un cinturón al no poder impedirlo”

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡¡¡Dos actualizaciones seguidas!!! Estoy sufriendo alucinaciones...

Unknown dijo...

no lo comprendi

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