domingo, 4 de noviembre de 2007

Parábola del desierto. Capítulo cuarto. (Introducción al fin)

¿Cómo he podido llegar a esta situación? ¿Cómo he acabado de rodillas en el suelo pidiéndole a un tipo que me dispare? Repasemos: de algún modo, durante el juicio, consiguieron convencerme de que era culpable. Mi abogado alegó enajenación mental. Despedí a mi abogado. Sólo se pide enajenación cuando se es culpable y no se puede salir airoso.
Era una mañana más, en un día más, en un mes más, en un año más. ¿Cuánto hacía ya de la última huída? Había sido lo más difícil que había hecho nunca. En Molokai dejaba amigos, pero ninguno como la que dejó en Siberia. Hacía mucho que había conseguido no pensar en ella, que no olvidarla. Nunca la olvidaría. Se había torturado pensando si le habría pasado algo. No se lo perdonaría nunca. Pero era demasiado arriesgado cualquier intento por contactar con ella. Era una angustia constante. Durante años no pudo dormir tranquilo. Aunque estaba acostumbrado. Llevaba ya demasiado tiempo así. Nunca lo superaría. Ya ni siquiera trabajaba. Ya sólo sobrevivía. Claro que en el desierto del Gobi no había mucho que hacer. Al principio solo vagaba por el desierto en busca de algún hurón despistado o una gacela moribunda. Ya no tenía fuerzas para volver a empezar nada. Se hizo, con una tela que encontró un día, una pequeña tienda para no morir congelado o abrasado. Aunque pensaba que morir sería una buena solución, quizás la mejor. Arrastraba los pies al andar, con la cabeza gacha, él, que un día fue uno de los hombres más poderosos de su querido Molokai. Ahora ya nada tenía sentido para él, desde hacía mucho tiempo. No le importaba beber de los charcos que encontraba. Ni que el sol se pusiera dos veces al día. Ni que los vientos movieran las dunas. No sabía porqué siempre acababa encontrando su precaria vivienda. A veces, algún peregrino le pedía algo para comer o alguna limosna. Se lo quedaba mirando, con la vista perdida y la mirada vacía durante varios segundos. Hasta que el asceta decidía marcharse, visto lo infructuoso de su demanda. Huo seguía con la vista fija en la arena, hasta que algún golpe de viento le sacaba de su ensimismamiento, y seguía vagando. Todos los días eran iguales, todas las semanas. Ya no sabía cuánto hacía que vagaba por el desierto. No tenía noción del tiempo. De hecho, le daba igual el paso del tiempo. Le era tan indiferente como los ascetas del desierto.
Un día llegó un asceta a su tienda. Le despertó de una de sus muchas siestas. Era un asceta como tantos otros: polvoriento, canoso, desaliñado y vestido con harapos. Igual que él.
- Hermano - le dijo el asceta - como veo que no dispones de un mero cazo en el que preparar un té, me he tomado la libertad de prepararlo en un cuenco que encontré ayer, está al fuego, en la puerta.
- Yo no soy tu hermano... Aunque agradezco tu ofrecimiento. Pero, como bien dices, no dispongo de nada con lo que compensar tu amabilidad.
- No es necesario. Me daré por satisfecho si compartes té y conversación con este viejo.
- Está bien, anciano, compartiremos té y cháchara.
- Me alegro.
Así, se sentaron alrededor del fuego que el viejo había preparado y tomaron un té aguado. Hacía mucho que Huo no tomaba té, aunque fuera aguado; ni hablaba con alguien. Por un momento pensó que no le saldrían las palabras, que se le habrían olvidado.
- Quizás pueda ayudarte con ese dolor.
- A mi no me duele nada, viejo, no sé de que me habla.
- De un dolor que se siente dentro. Que no sangra ni supura, que no cicatriza.
- Y si no cicatriza, ¿con cuál de sus ungüentos pretende sanarme?
- Con la sabiduría.
- No hay consejo para un muerto.
- A todos nos llegará, no quieras adelantar acontecimientos.
- Usted es sabio, porque se sabe sabio. Yo estoy muerto, porque me siento muerto.
- Un hombre muere en vida cuando no hay objetivo que persiga, ¿cuál es tu objetivo en esta vida?
Huo-Lue no sabía qué responder. Se quedó pensando, con la mirada perdida. Hacía tiempo que se había olvidado de plantearse objetivos, metas.
- Mi vida, anciano, carece de objetivo y de meta.El anciano se levantó lentamente, ante la mirada de Huo. Recogió su cazo y apagó el fuego. Mirando a Huo musitó una oración y se marchó despacio y en silencio, como había llegado.

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