martes, 27 de febrero de 2007

Una vez más, Devon. Capítulo tercero (¡Oh no! ¡Ha vuelto!)

Lejos había quedado ya la última huida… ninguna parte había resultado ser la región más fría del planeta.
La conoció en el bar de su padre, sito en la zona minera de Siberia. El único que presumía de estar abierto veinticuatro horas al día… si a eso se le podía llamar día. Entró en el bar en uno de sus muchos paseos nocturnos. Harto de despertarse a media noche y no poder volver a conciliar el sueño, había decidido dar vueltas por la mina hasta que llegara la hora de empezar a trabajar. Llevaba ya seis años trabajando en las minas de molibdeno de Siberia… el mismo tiempo que llevaba yendo al bar. Entró un día y desde entonces se pasaba el turno de ella allí. La ayudaba, hablaban, la protegía… se gustaban. Él no dejaba de ser un pigmeo que pasaba demasiado frío, y ella una siberiana bien curtida. Pero se sentían bien el uno con el otro. Desde aquella conversación, hacía ya más de tres años, eran sólo amigos. Ella nunca llegó a entenderlo, pero confiaba en su pequeño pigmeo. Él tampoco había sido demasiado explícito. “No puede ser” era la frase más repetida. Algo de una persecución, que nunca iba a estar segura con él, que nunca sabía cuando volvería a irse. La historia de Huo-Lue le apasionaba y le deprimía al tiempo. Se imaginaba a su lado corriendo grandes aventuras. Esa era la parte buena. En su mirada había tristeza y desesperación, pero también una luz que le hacía aprovechar el día al máximo. “Mañana puede que no llegue”, repetía incansable. Sabía que había huido de algo, pero no sabía de qué. Debía ser algo terrible para no dejarle dormir más de cuatro horas. Aunque, gracias a eso se habían conocido. Era lo mejor que les había pasado en mucho tiempo. Incluso quedaban cuando ella acababa el turno para ir al cine o a tomar una copa. Todo iba bien. Pero como cuando todo va bien en la vida de Huo, algo iba a ir rematadamente mal.
Desde hacía unos días estaba seguro de que le seguían. No sabía quién, pero lo suponía. Devon de nuevo, estaba seguro. Él o alguno de sus secuaces. Estaba claro que no descansaría hasta verlo muerto. Huo lo único que anhelaba era tranquilidad… sólo tranquilidad. Una vida normal, durmiendo ocho horas, con una mujer e hijos, una casa con jardín, un coche familiar, un árbol en el que sentarse a la sombra. Pero Siberia no era Molokai. Se acabó su próspero negocio de restauración. Se acabaron los baños en las aguas cristalinas. Se acabó la tranquilidad de las islas. Se acabó el ver pasar los días soleados sentado en el porche de su local. Se acabó la amabilidad de la gente. Se acabó su vida. Y aun no sabía por qué. Procuraba no pensar en el pasado. Ni en Devon. Todo aquello había sido una pesadilla para él. Era mejor borrarlo de la memoria. Pero no podía dormir. Se atormentaba. Le atormentaba ese pasado que intentaba olvidar, sin conseguirlo. Tenía extrañas pesadillas en las que Devon le acuchillaba el pecho. O lo colgaba de una soga. Extrañamente nunca moría. Seguía vivo, sufriendo eternamente. Era inmortal en sus sueños. Una vez intentó suicidarse en un sueño. La pistola se encasquilló. No así cuando disparaba Devon. Siempre daban en el blanco, su cuerpo. Una pierna. Un brazo. Un hombro. Pero nunca moría. Se despertaba sudando y muerto de frío, con las ropas de la cama esparcidas por la habitación. Un gran dolor le atenazaba el pecho. Parecía ser que pasaba el poco rato que dormitaba en tensión, levantándose aún más cansado. Decidió que no podía seguir así. Intentaba dormir lo mínimo posible. Se drogaba con mandrágora para que cuando durmiera lo hiciera con la mente vacía… o por lo menos no llena de sufrimiento. El tiempo que no dormía lo invertía en alguna cosa posiblemente útil. Se hizo una estantería. Hacía marcos de fotos. Pulía sus herramientas. Hacía turnos dobles. Estaba decorando su piso. Arreglaba muebles viejos. Y la veía a ella. Era lo que más le llenaba. Si algún día llegaba al bar y no estaba, preguntaba a su padre cuándo llegaba. Y la esperaba apoyado en la barra. Aprendían el uno del otro día a día. Apenas discutían. Y si lo hacían no duraba demasiado. Se compenetraban. Acababan las frases del otro. Cada día era una experiencia nueva para ellos. Todo iba bien.
Había sido un día raro. La sensación de que le seguían era cada vez más fuerte. Prácticamente perceptible. A lo largo de ese día veía sombras en cada esquina que doblaba. Oía pasos en callejones oscuros. Todo le recordaba a algo. Era demasiado intenso como para ser un déjà vu. Se dirigió al bar justo después de salir del trabajo. Ella tenía turno. Caminaba por la acera de enfrente del bar. Aguardaba en el semáforo. No había tráfico, pero su civismo le impedía cruzar en rojo. La calle estaba desierta, como siempre. Caminar por Siberia según a que horas era como hacerlo por un desierto de hielo y nieve. Los pasos que venía escuchando desde la mina se detuvieron al mismo tiempo que él… pero unos metros por detrás. Era como si supiera que iba a parar en el semáforo. “Me conoce”, pensó Huo. Estuvo tentado de girarse y mirar. Pero entonces se estaría delatando. Tenía que parecer que no se había dado cuenta. Estar despierto veinte horas al día había hecho que Huo-Lue desarrollara ciertos sentidos. La orientación era uno de ellos. Sabía moverse perfectamente por las calles estrechas de la ciudad. O por los pasadizos más angostos de la mina. Su estatura le hacía ser el elegido para inspeccionar los túneles de la mina. Era un tipo ágil y bajito. Era un pigmeo. Cuando estás a tres kilómetros bajo tierra en un laberinto de barro y madera, o eres ágil y sabes orientarte, o estás muerto. Era el trabajador que más estaba durando en ese puesto. El jefe había decidido ascenderle. Ahora era jefe de cuadrilla. Con todo lo que ello conllevaba. Subida de sueldo. Menos horas de trabajo. Más responsabilidad. La antipatía de sus compañeros. El semáforo se puso en verde. Cruzó la calle. A través de la cristalera la vio. Ella a él no. Giró a la derecha. Luego a la izquierda. Otra vez a la izquierda. Aceleró el paso. Dobló dos veces más a la derecha y se subió en el primer autobús que pasaba. Sabía de sobra que ese autobús pasaría por allí en aquel preciso momento. También sabía que había perdido los pasos que le seguían. No habían podido seguirle. Aunque al día siguiente volvieran a intentarlo. Muy probablemente se había delatado. Tenía que perder los pasos, y para ello tenía que acelerar el suyo. Antes había mirado el reloj con vehemencia. Esperaba que los pasos hubieran picado en el engaño. Por suerte había decidido en el último momento no entrar en el bar. Y por suerte ella no le había visto. No podía dejar que los pasos le vieran con ella… pero podía ser tarde. Podía ser que ya supieran quien era ella y que relación tenía con él. Estaba en una encrucijada. El día siguiente podía ser su último día. Y no podía ponerse en contacto con ella. A estas horas ya estaría preocupada. Pensando por qué no había llegado ya. Dicen que cuando te amputan un miembro, tiempo después te sigue picando, como si todavía estuviera en su sitio. Así se sentía Huo-Lue en ese momento. Un trozo de papel con palabras: “Mañana puede que no llegue. No me esperes. Sigue tu vida. No volveré”. No le había salido más sutil. Ni más tierno. Ni más nada. Era una imagen que se repetía con demasiada frecuencia. Recoger lo mínimo imprescindible. Venderlo lo prescindible al primero que pasara. Coger el primer medio de transporte. Lo más lejos posible. Otra huída. Una más. Soñó que estaba muerto… por fin.

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